En 1837, Victoria I asciende al trono inglés. Su reinado, además de ser uno de los más largos del país (sólo superado por el de Isabel II), dio nombre a todo un periodo: la era victoriana.
¿Qué caracterizó a esta época? ¿En qué consistió la famosa moral victoriana? A continuación, os ofrecemos un resumen de las características de este periodo.
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¿Qué es la moral victoriana?
Se conoce como “moral victoriana” al conjunto de ideas y opiniones referentes a la conducta y a la moralidad que imperaron en el Reino Unido durante los 64 años que duró el reinado de la reina Victoria I (1837-1901).
Algunos autores sitúan el inicio un poco antes, con la ley de reforma de 1832 (Reform Act 1832 ), que introdujo cambios muy importantes en el sistema electoral inglés.
A menudo se ha responsabilizado a la reina de la aparición de esta nueva moral. Y aunque, como veremos, sus orígenes ya se rastrean varios siglos atrás, sí que es cierto que Victoria, y especialmente su esposo el príncipe Alberto, hizo mucho para explotar la imagen de la familia perfecta que habría de ser el pilar de la sociedad inglesa.
En general, la moral victoriana se caracterizaba por ser muy estricta y tener directrices muy rígidas que dictaban el comportamiento de los ciudadanos. Por ejemplo, la sexualidad era un tema eminentemente tabú (a pesar de que Londres llegó a ser una de las ciudades con más prostíbulos de Europa) y los roles de género estaban rigurosamente constituidos.
A pesar de que la moral victoriana se circunscribe al reinado de Victoria I, encontramos algunos antecedentes en los siglos anteriores, como la ascensión del puritanismo en Inglaterra y su particular “lucha” con las corrientes ideológicas y de conducta más “flexibles”. Lo vemos a continuación.
Antecedentes y contexto de la moral victoriana
A principios del siglo XIX, el Reino Unido es una nación en plena expansión. A finales del siglo XVIII se había iniciado la llamada Revolución Industrial, que había situado al país en la vanguardia económica europea. El suministro constante de materias primas de las cada vez más numerosas colonias británicas ayudaba a un desarrollo industrial sin precedentes, y el rápido desarrollo de la infraestructura ferroviaria facilitaba enormemente su traslado y distribución.
El apogeo económico conllevó, inevitablemente, un fuerte arraigo de los valores del individualismo y el trabajo. Cualquier persona que trabajase duro podía hacerse rico. No había ya tiempo para el ocio y el libertinaje; el deber y la sobriedad se erigieron como los pilares de la nueva moral que habría de dilatarse por el espacio de un siglo. Por supuesto, y como veremos con más detalle en otro apartado, el peso del trabajo y de la responsabilidad económica recayó solo en el hombre, el único encargado de llevar sobre sus hombros tan “extraordinaria” misión.
Los cimientos de esta rigurosa moralidad se habían construido dos siglos antes, cuando el movimiento puritano inglés, liderado por Oliver Cromwell, se enfrentó a la monarquía. Los puritanos pretendían “purgar” a la Iglesia de Inglaterra de todo residuo católico, de los que consideraban que todavía no se había desprendido completamente. La rígida moral puritana se filtró lentamente en la sociedad inglesa y, aunque durante el siglo XVIII las costumbres se relajaron (probablemente influidas por el hedonismo de la corte francesa), en el siglo XIX estos valores resurgieron con fuerza.
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"El ángel del hogar"
En esta nueva sociedad victoriana, el varón se erige como el pilar sobre el que se sustenta la familia. Al menos, en términos económicos. El hombre es el que lleva las riendas del negocio, el que se inmiscuye en política, el que habla, el que actúa, el que decide. Todo ello es consecuencia de esta nueva noción social, que separa las esferas masculina y femenina de forma muy acusada y estricta.
El terreno del hombre son los negocios y la política. Proliferan los clubes masculinos, donde los varones se reúnen para fumar, jugar al billar y discutir sobre temas de actualidad. En cambio, la mujer victoriana es relegada exclusivamente al ámbito hogareño.
En efecto, los únicos roles contemplados para las mujeres son los papeles de esposa y madre. Es lo que el poeta Coventry Patmore denominó "el ángel del hogar", verdadera definición de la mujer victoriana. Dentro de la muy conservadora sociedad de la época, existe la creencia de que eso es suficiente para que la mujer se sienta plena y satisfecha. O, al menos, eso es lo que piensan los hombres. La mayoría de mujeres siguen la corriente, a menudo temerosas de destacar o de protestar, hecho que significaría su muerte social. Sin embargo, hacia finales de siglo cobra un fuerte empuje el feminismo y la reivindicación de los derechos de la mujer, en especial el derecho a voto. ¿Qué pasó para que, en una sociedad con unos roles tan estrictos, la mujer adquiriera conciencia de su situación y de sus derechos?
Algunos autores sostienen que la dedicación de las mujeres a las diversas tareas caritativas y de bienestar social, (las únicas que se consideraban aptas para ellas), conllevaron una paulatina concienciación de su poder y su capacidad. También hay que tener en cuenta que, en las clases obreras, la mujer trabajaba igual que el hombre. Las fábricas estaban llenas de esposas y madres (e incluso de niñas, ya que el trabajo infantil abundaba) que trabajaban de sol a sol para reforzar el sueldo de sus compañeros. Esto, por fuerza, tuvo que influir en la nueva mentalidad femenina.
Para tener una ligera idea de lo que se consideraba "la mujer ideal" en la época victoriana, basta leer las declaraciones que realizó el reverendo J. Goodby, de una parroquia del Leicestershire, a propósito de la muerte de su esposa, en 1840. De la señora Goodby se dice que llevó sus "deberes" con piedad y paciencia. Los "deberes", por supuesto, se restringen al cuidado de la familia y el hogar.
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Una nueva moda para una nueva moral
Como podemos ver, se resaltan en la señora Goodby las cualidades que se suponía debía tener una "buena mujer" victoriana. La moral del momento, fuertemente puritana, daba un gran valor a cualidades como la modestia, la prudencia y el trabajo, tanto en hombres como en mujeres.
Esta nueva moral frugal y recatada está perfectamente ilustrada en la moda que empezó a imperar a partir de la subida al trobo de Victoria. El traje "estandard" masculino se limitó a pantalones, chaleco y levita, preferentemente de colores oscuros, en un contraste absoluto con el dandismo del reinado anterior. Se acaban los colores estridentes, las combinaciones imposibles. Un hombre respetable viste con modestia y recato.
Y si esto era así con los varones, qué decir de la moda femenina. Algunos historiadores de la moda la han llamado "moda ratonil", con cierto humor por supuesto, pero la verdad es que razón no les falta. Las mujeres pasaron de la extravagante y, a menudo, descocada moda de principios de siglo a un estilo de vestir extremadamente recatado. Incluso las cofias alargan sus alas para ocultar parte del rostro, como si la mujer victoriana sintiera vergüenza de que la vieran fuera del ámbito familiar. Los colores, de igual forma que sus homónimos masculinos, se apagan y se ensombrecen.
Una sociedad hipócrita
Como se puede suponer, la sociedad victoriana hacía gala de una delicada hipocresía. Porque mientras se alababan las virtudes cristianas, la explotación infantil campaba a sus anchas por Reino Unido. Las familias obreras vivían, a menudo, en un estado de pobreza alarmante. La enfermedad se cebaba sobre una población mal alimentada, que vivía hacinada en los nuevos barrios nacidos con la industrialización. En Londres, las aguas del Támesis eran insalubres: hedían y supuranan miasmas tóxicas que facilitaban la expansión de males como el cólera, que diezmaba la población. La mortalidad infantil era altisima, y pocos niños superaban la edad de 5 años. Esta escalofriante realidad fue retratada por muchos autores, especialmente por Charles Dickens, el gran cronista de la sociedad victoriana inglesa.
De igual forma, mientras que el sexo se censuraba en público, en privado era el motor de una sociedad inhibida y obsesionada. La prostitución era censurada, pero se toleraba; Londres era una de las ciudades con más burdeles de Europa. En sociedad, los maridos representaban fielmente su papel de amantísimos esposos y padres; sin embargo, mantenían a numerosas amantes. Las mujeres también podían hacerlo, pero, por supuesto, debían ser mucho más discretas.
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La moral victoriana y el sexo
Hablar de sexo era impensable. A los jóvenes nada se les decía al respecto. Evidentemente, el acto sexual estaba absolutamente restringido al matrimonio (o, al menos, en teoría). En consecuencia, la sociedad victoriana estaba eminentemente inhibida; tanto, que autores como Rosa Aksenchuk, de la Universidad de Buenos Aires, sostienen que el psicoanálisis de Freud y los avances en materia de psiquiatría se vieron extraordinariamente facilitados por la inhibición de la sociedad.
Y por supuesto, se esperaba que las mujeres fueran criaturas celestiales que no necesitaran sexo. Los papeles de esposa y madre ya debían ser suficientemente "satisfactorios" para ellas. Además, recordemos que, en un mundo en que la mayoría de matrimonios seguía siendo por conveniencia, poco espacio existía para el sexo por placer.
Como resultado, y espoleada por la dificultad que encontraban para buscarse amantes, creció la insatisfacción sexual femenina. La época la bautizó con un curioso nombre: "histeria". Los médicos se afanaban en aliviar los síntomas de esta "enfermedad" mediante "masajes púbicos", que no eran nada más que masturbaciones. Así, mediante la estimulación vaginal y clitoriana, las insatisfechas esposas encontraban placer y una válvula de escape a su constreñimiento.
Como curiosidad, podemos señalar que este fue el origen de los consoladores femeninos. En un principio se idearon como "soluciones médicas" para la histeria, y eran contemplados como algo estrictamente medicinal. A la larga, las mujeres se habituaron a usarlos, y entonces la sociedad despertó: ¡lo estaban usando pra su propio placer! La puritana sociedad victoriana había creado el consolador femenino. Ver para creer.