Cuando piensas en algo que te hace volver a tus recuerdos del pasado, ¿eres tú quien reflexiona, o lo hace tu cerebro? El hecho de volver tu atención hacia fenómenos mentales tan interiorizados como los recuerdos puede indicarnos que todo lo que haces en ese momento se limita a actividad interna, algo que lleva a cabo el sistema nervioso.
Pero, por otro lado, ¿acaso no podríamos decir que siempre es el cerebro el que piensa y siente, dado que toda nuestra vida mental está ligada a él? No hace falta ceñirnos a lo que ocurre cuando recordamos: al hablar con alguien, el encéfalo transforma conceptos en palabras, ¿no? De hecho, hasta podríamos decir que no es todo el cerebro, sino una parte de él, la que piensa y planifica: lo que hace la corteza prefrontal no es lo mismo que lo que hace el bulbo raquídeo.
Si estas preguntas te han llevado a pensar que realmente tu “Yo” real es tu cerebro encerrado en un conjunto de músculos y huesos, tal y como un maquinista opera un tren de la cabina, muchos filósofos, psicólogos y neurocientíficos te dirían que has caído en lo que se conoce como falacia mereológica. Pasemos a la pregunta correspondiente.
¿Qué es la falacia mereológica?
Aunque el estudio de los procesos mentales y del cerebro sea algo muy complicado, eso no significa que sea imposible. Actualmente contamos con un nivel de tecnología que permite llevar registros sistemáticos sobre la actividad nerviosa y sobre la conducta, con lo cual líneas de investigación que hace unas décadas parecían historias de ciencia ficción hoy son una realidad.
Ahora bien, muchos filósofos dirían que la revolución de los avances tecnológicos que hemos experimentado en la segunda mitad del siglo XX y en lo que llevamos de siglo XXI no se ha visto acompañada por una revolución de las ideas comparable a la anterior; por lo menos, en lo que respecta al nuestra manera de plantear cómo funcionan el cerebro y la conducta humanas. Muchas veces caemos en algo que algunos filósofos han bautizado como falacia mereológica.
Este concepto fue impulsado por el filósofo Peter Hacker y el neurocientífico Maxwell Bennett que, es su obra Philosophical Foundations of Neuroscience, señalaban un error que, según ellos, habían estado cometiendo la mayor parte de investigadores del cerebro y del ámbito de la psicología: confundir la parte por el todo. Por ejemplo, afirmar que el cerebro reflexiona, elige, valora, etc.
Desde el punto de vista de estos dos autores, el modo en el que conciben los procesos mentales tanto la mayoría de las personas a nivel popular como muchos investigadores en el ámbito científico no se distingue mucho de quienes creen en un alma que, desde algún lugar del cerebro, gobierna el cuerpo. Así, la falacia mereológica no es técnicamente una falacia porque no surge de un argumento erróneo (aunque sí lo es en el sentido más amplio del término), sino un fallo a la hora de atribuirle un sujeto a un predicado.
Así, caer en la falacia mereológica es atribuir al cerebro, o a algunas de sus partes, propiedades y acciones que en realidad son realizadas por las personas. Del mismo modo en el que sería absurdo decir que no es el halcón sino sus alas las que vuelan, sería falaz decir que el cerebro piensa, reflexiona o decide. Nos dejamos llevar frecuentemente por estas asunciones simplemente porque nos es más simple comprender cómo funciona la mente si nos dejamos llevar por el reduccionismo, y no porque investigaciones científicas hayan demostrado que este conjunto de órganos razone o piense al margen del resto del cuerpo.
Es decir, la falacia mereológica consiste en entender la mente humana de un modo muy similar a lo que filósofos como René Descartes hacían para explicar qué es la psique apelando a lo espiritual y lo divino. Se trata de un error con raíces profundas.
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Del dualismo cartesiano al monismo metafísico
El estudio del cerebro ha estado marcado durante siglos por el dualismo, es decir, la creencia de que la realidad está compuesta por dos sustancias, la materia y el espíritu, radicalmente diferenciadas. Se trata de una creencia intuitiva, ya que es fácil considerar que hay una clara división entre el propio estado de consciencia y casi todo lo demás, lo “externo”, es muy sencillo.
En el siglo XVII, René Descartes creó un sistema filosófico que formalizaba la relación entre el cuerpo y la mente; tal y como él entendía esta relación. Así, la mente, lo espiritual, estaría asentada en la glándula pineal del cerebro, y desde allí gobernaría los actos realizados por el cuerpo. El precedente de la falacia mereológica, así, estuvo presente desde los inicios de la formalización del estudio científico del cerebro, y por supuesto esto afectó a la psicología y a la filosofía.
Sin embargo, el dualismo declarado abiertamente no duró para siempre: ya en el siglo XX los planteamientos monistas, según los cuales todo es materia en movimiento, ganó un estatus hegemónico. Los filósofos e investigadores que señalan la existencia de la falacia mereológica como problema recurrente sugieren que esta generación de investigadores seguía tratando al cerebro como si fuese un sinónimo de alma o, mejor dicho, como si fuese una persona en miniatura que controla el resto del organismo. Es por eso que la falacia mereológica también es llamada falacia del homúnculo: reduce propiedades humanas a entidades pequeñas y misteriosas que supuestamente habitan en algún rincón de nuestras cabezas.
Así pues, aunque aparentemente se rechazase el dualismo, a la práctica se seguía considerando que el cerebro o sus partes podían ser entendidas como una esencia a la que atribuir nuestra identidad. Los monistas utilizaban ideas basadas en la metafísica para cambiarle el nombre al alma y bautizarla como “cerebro”, “lóbulo frontal”, etc.
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Las consecuencias de la falacia mereológica
La falacia mereológica puede ser entendida como un uso deficiente del lenguaje a la hora de hablar sobre cómo son realmente los procesos mentales y cuál es la condición humana. No por casualidad Peter Hacker es seguidor de la obra de Ludwig Wittgenstein, filósofo conocido por haber defendido que los fallos de la filosofía son en realidad usos inapropiados del lenguaje. Sin embargo, caer en esta falacia significa mucho más que no hablar con propiedad.
Un error lingüístico que puede tener consecuencias más allá de la simple confusión de términos es, por ejemplo, buscar partes del cerebro responsables del pensamiento o de la toma de decisiones, algo que acostumbra a llevar a analizar áreas cada vez más reducidas del encéfalo. Recordemos que esto, considerando la existencia de la falacia mereológica, sería como atribuirle al eje de los molinos eólicos la propiedad de mover las aspas.
Además, esta tendencia es una manera de seguir creyendo en algo muy similar al alma sin llamarle por ese nombre. Como consecuencia, la creencia de que hay una esencia desde la que nacen nuestras acciones y decisiones sigue intacta, y el dualismo cuerpo/mente, o rechazo a la idea de que no somos fundamentalmente diferentes a cualquier otro animal, sigue ahí, disfrazada.
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Un error frecuente, automático e inconsciente
El concepto de falacia mereológica no ha sido aceptado unánimemente por los neurocientíficos o los filósofos de la mente. John Searle y Daniel Dennett, por ejemplo, se han mostrado críticos con este. El segundo, por ejemplo, afirma que es posible hablar sobre acciones e intenciones “parciales” y atribuirlas al cerebro y a sus sub-sistemas, y que dilatar de este modo el significado de los términos “pensar” o “sentir” no es dañino. Es un punto de vista que apuesta por el pragmatismo restando importancia a las consecuencias negativas de la falacia mereológica.
Además, puede llegar a pensarse que a la hora de hablar sobre el cerebro fuera de los ámbitos científicos, ya sea en el día a día o en la divulgación, es muy difícil hablar sobre el funcionamiento del cerebro sin hacerlo tal y como lo haríamos acerca de personas. Esto ha hecho que se trate de una idea relativamente poco conocida: describe algo que llevamos haciendo desde hace siglos y que normalmente no vemos como un problema que nos afecte. El esencialismo es algo que resulta muy atractivo a la hora de explicar todo tipo de fenómenos, y si podemos reducir las causas de algo a un elemento claramente identificable y aislado del resto, lo solemos hacer a no ser que estemos atentos.
Por el momento, pues, es complicado hallar una manera de hablar acerca de los mecanismos del sistema nervioso sin caer automáticamente y sin advertirlo en la falacia mereológica. Hacerlo requiere entrar en unos preámbulos que pocas iniciativas divulgativas pueden resistir, y tener una experiencia y formación en filosofía y neurociencias que pocas personas pueden costearse. Sin embargo, eso no significa que sea mejor olvidar el hecho de que este problema sigue ahí, que es importante tenerlo en cuenta tanto en investigación como en las facultades afines a la Psicología y la Filosofía, y que las metáforas acerca de cómo funciona el cerebro hay que tomarlas como tales.
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